ANORÍ, Colombia – En El Carmín, un caserío entre las montañas de Antioquia, al noroeste de Colombia, ocurrió a principios de noviembre un encuentro inusual. De un lado se sentaron tres funcionarios: uno de la Defensoría del Pueblo, uno de la Personería del municipio de Anorí y otro de la Organización de Estados Americanos. Frente a ellos, sin uniformes ni fusiles, se sentaron seis representantes de otro poder paralelo: el Frente 36 de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia.
La reunión, celebrada bajo un techo de lata y en sillas plásticas, fue tensa desde el principio; los guerrilleros lucían rostros adustos y reclamaron a los funcionarios por la histórica ausencia del Estado en esas zonas rurales. Pero el ánimo se fue relajando, y durante una hora todos evaluaron los problemas más urgentes de esta región: vías casi intransitables, amenazas de las bandas criminales a la población y escuelas sin profesores. Después de una hora, aún con desconfianza, pero entre sonrisas de cortesía, todos se estrecharon las manos y cada cual siguió su camino. Los funcionarios viajaron hacia el pueblo; los guerrilleros volvieron a su campamento entre la maleza.
Durante 52 años de conflicto, estos encuentros han sido infrecuentes. Pero la transición hacia la paz ya empieza a producirlos de forma cada vez más natural. Las Farc y el establecimiento no solo se reconocen; ahora incluso se animan a trabajar juntos.
El gobierno de Juan Manuel Santos invirtió cuatro años de negociaciones en La Habana con los líderes de las Farc para poner fin a esta guerra entre colombianos. Cuando las partes lograron un acuerdo, este se sometió a la aprobación popular el pasado 2 de octubre, en un plebiscito donde fue derrotado por sus críticos con un margen de apenas 53.000 votos.
La victoria del No fue un golpe inesperado, liderado por los expresidentes Álvaro Uribe y Andrés Pastrana, y dio lugar a una nueva negociación, en la que se introdujeron numerosos cambios al acuerdo hasta generar uno nuevo, con condiciones menos favorables para la insurgencia. Ese es el documento definitivo, aún criticado por la oposición, que ya firmaron Santos y Rodrigo Londoño, alias Timochenko, para resucitar y echar a andar un difícil proceso que busca llevar la paz a pueblos azotados por la guerra, como Anorí.
El limbo de la paz
Ubicado en el nordeste de Antioquia (uno de los departamentos más grandes e influyentes del país), Anorí es un municipio esencialmente rural. Ocupa un área de 1430 kilómetros cuadrados, pero solo 2,3 son urbanos: iglesia, plaza central, viviendas y comercio bullicioso, todo vigilado por tres batallones del ejército desde la periferia.
La ausencia casi total del Estado colombiano en Anorí —y en muchos otros rincones alejados de este país— creó las condiciones para que otro actor ocupara su lugar. En muchos casos, las Farc fueron ese actor. Durante años, los pobladores de las veredas dejaron en manos de la guerrilla todas las decisiones que el poder público evadió. Ahora, cuando la guerrilla empieza a abandonar esas tareas, la gente teme quedar en un limbo: entre las Farc, que se retiran, y el Estado, que aún no llega.
Aquella tarde, durante la reunión en El Carmín, los guerrilleros prefirieron escuchar a los funcionarios antes de tomar la palabra. Una mujer de 35 años integrante de la Misión de Apoyo al Proceso de Paz de la OEA, que no quiso dar su nombre por razones de seguridad, empezó explicando por qué estaban ahí:
“Venimos a hablarles a las comunidades sobre el futuro. A acompañarlos y a trabajar con ellos para minimizar los riesgos que la población pueda correr frente a la violencia y otras amenazas que aún persisten”, dijo. En el ambiente flotó la preocupación por el riesgo que la retirada de las Farc traería para los civiles. Su espacio, en muchas zonas del país, empiezan a tomarlo las bandas criminales.
Alias Ánderson, comandante del Frente 36, asentía mientras escuchaba, pero él y sus hombres seguían en silencio.
Entonces intervino Ángela Ayala, de Río Negro, de 40 años, funcionaria de la Defensoría del Pueblo para el nordeste antioqueño: “Nuestro objetivo es implementar una escuela de derechos humanos, formar a la población para que conozca sus derechos; que conozcan las instancias del Estado adonde pueden dirigirse y qué derechos tienen como ciudadanos”.
Las observaciones de las funcionarias resumían dos de los principales desafíos que los colombianos enfrentarán con el nuevo acuerdo de paz: seguridad y acceso a la justicia. Justo detrás de ellas, como recordatorio del conflicto, había un afiche con el rostro de Tirofijo, comandante y fundador de las Farc, quien murió en 2008, y un mensaje claro: “Un pueblo con resistencia”.

Las riquezas y carencias de Anorí
Anorí es una zona de tierra fértil, donde prospera el ganado y los cultivos de caña, plátano, frijoles y maíz. También hay mercancías ilegales: aquí y allá se observan cultivos de coca y grupos de mineros que buscan oro asistidos por grandes máquinas en la tierra y en los lechos de los ríos. Además abunda el agua: varios ríos cruzan el municipio, entre ellos el Porce, que alimenta un sistema hidroeléctrico donde se produce un tercio de toda la energía que consume Colombia. Estas riquezas han sido buenas para el municipio, pero también han atraído a los protagonistas de la guerra.
Desde hace cuatro décadas, junto a las Farc, el Ejército de Liberación Nacional también ha hecho presencia en este lugar. Entre agosto y octubre de 1973, la segunda guerrilla más grande del país perdió a un tercio de sus hombres en la Operación Anorí, una escalada del ejército que cantó victoria y declaró el fin del ELN, el mismo grupo que hoy, todavía en pie de lucha, trata de arrancar su propio proceso de negociación con el gobierno de Santos.
Desde fines de los años setenta, el Frente 36 de las Farc se ha movido constantemente por las veredas del nordeste antioqueño, asestando golpes al Ejército y desplazándose de lugar en lugar. Por eso Anorí, específicamente la vereda de El Carmín, fue la última zona elegida como punto de concentración por la comisión tripartita, integrada por el gobierno, la guerrilla y las Naciones Unidas. Durante cuatro meses, 150 guerrilleros del Frente 36 se han mantenido concentrados en su campamento junto a un río y bajo grandes árboles, entre carpas de lona verde y negra. Cuando salen de allí, lo hacen desarmados y de civil.
En la carpa principal, el comandante Ánderson, de 45 años y de Barrancabermeja, hablaba aquella tarde después de la reunión. Allí resumió la posición de la guerrilla frente al nuevo acuerdo de paz, y sus preocupaciones sobre el futuro.
“La gente está muy inquieta desde que estamos aquí reunidos. Nos siguen llegando quejas: que hay paramilitares en la zona, que hay bandas criminales. La gente está preocupada por la seguridad, pero les hemos dicho que apenas esto empiece a funcionar (el acuerdo), las cosas se van a atender”.

La guerrilla sostiene que su alzamiento en armas fue una reacción ante las faltas del Estado, la persecución contra los campesinos y los repetidos excesos militares, aunque durante los años de guerra también hayan cometido actos violentos y se hayan involucrado en el narcotráfico.
“Siempre los civiles aquí pelean por problemas de repartición de tierras, por los linderos, y vienen a poner las quejas”, dijo Ánderson. “¿Qué hemos tratado de hacer? Mandarlos a conciliación por medio de las juntas de acción comunal. Pero a veces las juntas no les gustan, entonces nos dicen: ‘Mejor con ustedes’. Se acostumbraron a vernos con las armas para arreglar los problemas y no puede ser así”.
Las Farc tendrán que incluir en su desmovilización la entrega de esas funciones que durante décadas las convirtieron en otro Estado. Y deberán entregar las armas. Pero al hacerlo quedarán expuestas y ese es su principal temor.
“El paramilitarismo”, dijo Ánderson en el campamento, “es la principal amenaza a la paz. Necesitamos una paz completa y para eso hacen falta garantías. Con el paramilitarismo vivo no las hay”.
Los paramilitares, agrupados bajo las Autodefensas Unidas de Colombia, combatieron a la guerrilla durante una década, hasta que se desmovilizaron en 2006, durante el gobierno de Uribe. Pero no desaparecieron del todo y mutaron en distintas bandas criminales que hoy actúan en varias regiones del país, entre ellas Anorí.
Cuando los funcionarios terminaron, empezaron a hablar los guerrilleros. Agradecieron la visita de las instituciones, pero observaron que ese tipo de trabajos han debido realizarse en el campo muchos años antes. Ánderson denunció la presencia de paramilitares en varias veredas de Anorí; habló de amenazas, asesinatos y desapariciones. Y pidió eficiencia y velocidad para que el Estado haga presencia en esta tierra olvidada. Los funcionarios anotaron las denuncias para gestionar soluciones a través de sus despachos, junto con tantos otros problemas por resolver.
Llegar a estas tierras no es fácil y eso influye en las demás carencias de Anorí. Al pueblo se viaja desde Medellín, la capital de Antioquia, por una vía que empieza como autopista, luego pasa a carretera, pronto desciende a camino de tierra y termina en trocha. Algunos caminos fueron construidos por la misma comunidad. La cobertura de agua potable es apenas del 2,7 por ciento de las viviendas rurales, y 36,2 por ciento en la zona urbana. La cobertura de energía es total en el pueblo; pero desciende al 53,6 por ciento en el campo. Hay escuelas en muchas veredas, pero faltan profesores. Y si alguien se enferma, tiene que viajar hasta el pueblo o hacia municipios vecinos como Zaragoza: en dos, tres o más horas de viaje, para recibir atención en los únicos centros de salud.
Violencia bajo suelo
Pero el mayor reto de este municipio palpita bajo el suelo: la zona rural de Anorí está sembrada de minas antipersonales. Según la Dirección para la Acción Integral contra las Minas, un organismo del gobierno colombiano, el país cuenta 11.460 víctimas de minas desde 1990, entre civiles y militares. Antioquia es la región más afectada, con 2524 víctimas, de las cuales 165 han caído en Anorí. El país ocupa el primer lugar en el mundo en número de víctimas militares: 6868, y el segundo en víctimas menores de edad: 1163. Casi el 60 por ciento del territorio presenta riesgo de minas en sus suelos: 663 municipios de 1122. Varios campesinos no pueden trabajar sus fincas por temor a las minas y los niños arriesgan sus vidas todos los días de camino a la escuela.
En los difíciles senderos que comunican a los caseríos de Anorí, son frecuentes los grafitis donde las Farc y el ELN envían advertencias: “Ejército=sin piernas”. Los grupos subversivos definen las minas como una de tantas estrategias de guerra. Cuando surgió este tema, durante la charla con Ánderson, él se mostró incómodo:
“¿Por qué lo hicimos? Porque era el único medio en la estrategia y nos tocó aplicarlo. El Estado aplicó los bombardeos indiscriminados; el ejército se emboscaba en el monte o en zonas de población civil y nos atacaba. Las minas eran un riesgo tanto para nosotros como para la sociedad civil, porque nosotros también tuvimos accidentes. Nunca lo hicimos con la idea de afectar a los civiles”.
Hoy existen varios planes de desminado donde la guerrilla está trabajando junto al ejército para despejar toda la tierra intervenida.

Romero Restrepo, uno de tantos, está desbaratado. Su cuerpo yace tendido sobre el pasto, su brazo izquierdo apenas sostiene la mano; su pierna derecha es un girón de piel. Medio rostro está quemado y él levanta la cabeza mientras pide ayuda. Encima de él, otros tres soldados luchan para brindarle los primeros auxilios. Al fondo se oye un helicóptero de rescate que por fin está llegando.
El video termina y Romero, de 31 años y nacido en Anorí, guarda su teléfono. No hay asombro en su cara, solo resignación.
“Yo como soldado era enfermero y experto en explosivos. Me tocó auxiliar a mucha gente herida por minas en toda esta zona. Tres meses antes de mi accidente logré ayudar a dos técnicos de Isagén (empresa de energía) que cayeron cerca de una torre. Igual que me pasó después a mí”, cuenta. “Esa mañana estábamos limpiando la zona, yo ya había pasado por encima de la mina, sin saber que estaba, y me devolví. Pisé con el pie derecho y pum”.
Hoy Romero se mueve con una prótesis, va al gimnasio, nada y juega vóleibol sentado. La recuperación, dice, fue un asunto de voluntad, pues solo contó con la ayuda de su familia.
“Al principio lloré mucho. No pensé en el suicidio, pero sí estuve muy mal. Ahora estoy bien psicológicamente, entre comillas. Pero me siento abandonado por el Ejército y por el Estado. Ya tengo mi pensión, pero después del accidente estuve un año sin salud: no me respondieron con el seguro médico. Hoy le tengo más rabia al Ejército que la guerrilla; siento que no me han respondido como me merezco”.
Los retos de Anorí condensan el desafío colosal que enfrenta Colombia. La firma del acuerdo de paz es solo el principio. El gobierno tendrá que llegar por primera vez a regiones olvidadas y tendrá que brindar oportunidades a millones de colombianos históricamente ignorados. Tendrá que garantizar la seguridad en zonas donde la violencia ha sido la norma. Y tendrá que negociar con otros grupos, como el ELN. Por si todo esto fuera poco, deberá proteger a los civiles y a los distintos actores del conflicto, que están en gran riesgo ante el retorno de otras violencias aún vivas.
Romero, sentado en su silla, con el cuerpo marcado por la metralla, respira resentimiento hacia las instituciones y las personas que le dieron la espalda. Pero deja ver su capacidad de perdón y la reconciliación que tanto necesita Colombia para construir su futuro:
“Yo no le guardo rencor a esos manes de la guerrilla. Que los juzgue Dios”.
fuente:http://www.nytimes.com/