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De refugiada a corresponsal: La historia de nuestra periodista en el Pentágono



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WASHINGTON – Cuando tenía 13 años, mi familia huyó de nuestro hogar hacia Estados Unidos. Éramos refugiados, aunque llegamos aquí con visas de turistas y simplemente nos seguimos quedando después de que expiraron. En el país donde nací, Liberia, acababa de darse un golpe de Estado en el que los soldados tomaron el gobierno, descuartizaron al presidente y se lanzaron a una orgía de venganza en contra de la vieja guardia.
A mi padre le dispararon. A mi primo lo ejecutó un pelotón de fusilamiento en la playa. A mi madre la violaron varios soldados en el sótano de nuestra casa después de que ella se ofreció a someterse con la condición de que nos dejaran en paz a mis hermanas y a mí, que teníamos entre 8 y 16 años.
Horas después, mis hermanas y yo nos acurrucamos en el suelo de la habitación de mi mamá mientras ella estaba sentada y callada en el sofá, como un centinela que nos cuidaba. Tenía una pistola en el regazo. Los soldados regresaron dos veces esa noche, pero se fueron sin entrar a la casa.
Durante las siguientes semanas, mi mamá trató incesantemente de sacarnos de Liberia. Primero fue a la Embajada de Estados Unidos para comenzar el minucioso procedimiento de conseguirnos una visa de ese país. Sabía que el estatus de refugiados o una visa de inmigrantes tardarían meses o años, así que buscó una visa de turista, pues pensaba que esa era la manera más rápida de sacarnos del país. De cualquier forma tardó casi un mes en conseguirla.Después de la violación, mi mamá nos llevó a casa de nuestros primos, donde pensó que estaríamos más seguras que en nuestra casa aislada en medio del bosque. Mi papá seguía en el hospital recuperándose de las heridas, pero en casa de mis primos parecía haber mucha seguridad. Sin embargo, todas las noches mi mamá entraba al cuarto donde dormíamos todas para ver que estuviéramos bien… tres, cuatro, a veces cinco veces en una noche.
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Los padres de la autora en Monrovia, en 1969
Finalmente obtuvimos las visas. Pero también necesitábamos permisos del nuevo gobierno militar de Liberia para salir del país. Mi mamá vació su cuenta de banco y sobornó a las personas que le ponían obstáculos. Parecía tener una única misión: que sus hijas estuvieran a salvo (mi padre se nos uniría una vez que lo dieran de alta del hospital).
Era cerca de la medianoche del 16 de mayo de 1980 cuando abordamos el vuelo 100 de Pan Am en el Aeropuerto Robertsfield, fuera de Monrovia. El destino era Nueva York. El avión era un DC-10. La cabina nos sorprendió; era como si ya estuviéramos en Estados Unidos con alfombras, aire acondicionado y aromatizantes.
Recuerdo haberme sentido aterrada. Me senté al otro lado del pasillo de mi mamá, que estaba junto a mi hermana. Todas mirábamos hacia la puerta abierta del avión, esperando que llegara alguien y nos sacara. Más de 30 años después estaba en el Pentágono, la fuente que cubro para The New York Times, cuando el presidente Trump firmó la orden ejecutiva que les cierra la puerta de este país a los refugiados. Rápidamente escribí mi contribución para la nota en la que trabajaba con mi colega Michael Shear, el corresponsal de la Casa Blanca.
Ya no soy refugiada, así que en teoría no me afecta la prohibición. Después de ocho años de vivir como indocumentada en Estados Unidos, recibí mi permiso de residencia como parte del programa de amnistía de Ronald Reagan. Diez años después, me convertí en ciudadana estadounidense.
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Cooper, a la derecha, con su hermana y su madre en Washington, en 2009
Este país recibió a mi familia cuando estábamos en uno de los peores momentos de nuestras vidas y me devolvió una sensación que había perdido: la de sentirme segura. Estaba muy orgullosa cuando finalmente presté juramento como ciudadana y posé para las fotos ondeando una bandera de Estados Unidos frente al juzgado donde se me tomó el juramento.
Liberia, que pasó por una guerra civil de 15 años después de que nos fuimos, se ha ido arreglando poco a poco. Eligieron a una presidenta: fue el primer país de África en hacerlo. En los últimos 14 años ese país no ha estado en guerra y los negocios volvieron a abrir, los caminos se repararon y los niños asisten a la escuela. El país está a punto de celebrar unas nuevas elecciones: una transferencia de poder ojalá pacífica. Ahora, cuando voy a Liberia, ya no tengo miedo.
Cuando leí los reportajes sobre refugiados y musulmanes de siete países a quienes se les negó la entrada a Estados Unidos, me llamó la atención un pasaje de nuestra nota principal sobre la orden ejecutiva: “En Estambul, durante una escala el sábado, los pasajeros informaron que los guardias de seguridad habían entrado en un avión después de que todos habían abordado y le ordenaron a una iraní y a su familia que se bajaran del avión”.
Esa frase me regresó a otro avión en otra pista y a otra familia, hace más de 37 años. Mi mamá, mi hermana y yo estábamos sentadas, llenas de miedo, viendo hacia la puerta del avión mientras rezábamos para que nadie viniera y nos bajara.
En todo el mes siguiente al golpe de Estado no vi a mi mamá llorando. Ni siquiera la noche en que la violaron. Pero cuando se prendieron los motores del avión y aceleró por la pista en la noche en que partimos hacia Estados Unidos, su pecho subía y bajaba con profundos sollozos de dolor.
fuente:https://www.nytimes.com

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