Ella llegĂł a la casa rugiendo, con sus rugidos de tres meses, en una caja de cartĂłn con dos huecos. Él la mirĂł como si hubiera visto a un venusino. Se olfatearon las narices, se dieron un par de vueltas, y luego, como si hubiera sonado una campana, se lanzaron al ataque. Uno contra una, una contra el otro. Ella corriĂł. Se subiĂł en una biblioteca. Él la esperĂł abajo, mientras le mostraba los dientes de trece o catorce años. AsĂ se la pasaron un dĂa y uno más. Se miraban y cada quien salĂa a esconderse. Él se llamaba Ruperto, pues siempre tuvo cara de Ruperto, desde que apareciĂł en una esquina perdida de un mercado popular, y de allĂ saltĂł a una tienda de antigĂĽedades. Los bigotes enredados, el pelo sin forma, la mirada de perro noble, perro amistoso. Ella no tenĂa nombre. Lo tuvo luego de cientos de horas de deliberaciones. Entonces pasĂł a ser Paprika.
Con su nombre en regla, dejĂł de rugir un poco, y cual caricatura, empezĂł a ser escolta de la cocina a la sala, de la sala al baño, y fue adorno de mesa de centro, exterminadora de zancudos, catadora de comidas y alarma en las mañanas, tardes y noches. Ruperto, con la ternura que nos hace falta cada dĂa más, como canta Alberto Cortez, con su abolengo sin apellidos de calle barrio bajo, para el que todos los otros perros son iguales y lo serán hasta la eternidad, cero alcurnia, cero mendicidad, cero raza, sin conciencia de la muerte e inmortal, sin conciencia de la vida, dejĂł de ladrarle.
En lugar de pelearle empezĂł a buscarla para ser con ella dos. Juntos comieron todas las comidas y respiraron todos los aires. Oyeron todas las voces y con todas las voces se hicieron fuertes, Ăşnicos, absolutamente irrepetibles. Con todas las voces, caminando como la dama y el vagabundo, hicieron trizas la idea de las tiras cĂłmicas y las pelĂculas de Disney de que los perros y los gatos se amenazaban, se mordĂan, se repelĂan, se herĂan y detestaban. Un dĂa, casi de noche, un gato puma se metiĂł por una ventana. Paprika le rugiĂł, por supuesto. Se erizĂł como nunca antes en su vida. Ruperto la escuchĂł y saliĂł corriendo en su auxilio.
El gato puma correteĂł a la vagabunda, hasta acorralarla en el patio donde solĂa tomar el sol. Ruperto fue detrás, y en un dos por tres puso al gato puma contra una esquina. Le ladrĂł, erizado tambiĂ©n. Paprika se subiĂł en el dintel de una ventana y desde allĂ observaba a su salvador, y siguiĂł observando hasta que Ruperto dejĂł que el gato puma se escapara y volviera a sus tejados. Desde aquel dĂa, varios otros gatos puma se han asomado por las ventanas, y a veces hasta se han atrevido a entrar a la casa. Dan una vuelta, muy sigilosos, como queriendo hacer parte de algo, y vuelven a sus vidas por los techos de la ciudad. Paprika y Ruperto continĂşan con sus costumbres, que son, esencialmente, dormir y comer. De vez en cuando ella se sube a los estantes de las bibliotecas y lanza un periĂłdico al suelo. Él lo huele, lo abre con su hocico y lo despedaza. Entonces los dos se unen para hacer de los pedazos más pedazos. TĂtulos, fotos y letras, acaban regados por la sala y el comedor. Cuando alguien, un humano, claro, abre la puerta, ellos ya se han escondido. Paprika bajo una cama de la que no sale por horas, y Ruperto en un baño.
Cuando otro apestoso humano, yo, está en la casa, y a alguien le da por tocar el timbre, la estampida es de pelĂcula. Gata y perro salen despavoridos por el pasillo, resbalándose por el piso de madera, y estrellándose levemente entre ellos y con las paredes. Los humanos, en general, no son su especialidad ni son de su predilecciĂłn. A veces, incluso, se han lanzado contra personas que han cometido algunos delitos. SĂłlo ellos saben por quĂ©.
Y sólo ellos entenderán que sólo con ser como son, sin aspavientos, sin poses, sin trampas, seres perrunos y gatunos, se han ido convirtiendo en una permanente lección.
fuente .elespectador.com/