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Lo acepto: #SoySexista



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Hombres, escuchen.
En vista de un año de revelaciones perturbadoras del movimiento #MeToo y de las profundamente preocupantes audiencias de Brett Kavanaugh, y su posterior confirmaciĂłn a la Corte Suprema de Estados Unidos, es tiempo de que nosotros, hombres, actuemos.
Ciertamente, algunos de los varones hemos alzado la voz en nombre de las mujeres. Sin embargo muchos más hemos permanecido en silencio. Algunos han guardado silencio debido al miedo a ser juzgados, al temor de ser criticados o censurados, otros por un genuino respeto. De hecho, el silencio se ha convertido en la postura predeterminada de muchos hombres que se consideran a sĂ­ mismos aliados de las mujeres. No obstante, debido a todo lo acontecido, no involucrarse ya no es suficiente.No quiero escatimar, asĂ­ que, Ăşnete, con la debida diligencia y deber cĂ­vico, y expresa pĂşblicamente: “¡Soy sexista!”.
De hecho, tal vez es momento de crear un movimiento: #SoySexista. Piensa sobre sus implicaciones en todo el mundo a medida que asumimos la responsabilidad de nuestro sexismo, nuestra misoginia, nuestro patriarcado.
Es difĂ­cil admitir que somos sexistas.
Por ejemplo, a mĂ­ me gustarĂ­a pensar que genuinamente poseo buena voluntad feminista, pero ¿a quiĂ©n engaño? Soy un feminista fracasado y descompuesto; en especĂ­fico, soy sexista. Hay momentos en los que temo por la “pĂ©rdida” de mi propio “derecho” como hombre. La masculinidad tĂłxica cobra muchas formas. Todas las formas continĂşan lastimando y violando a las mujeres.
Por ejemplo, antes de casarme, insistĂ­a en que mi esposa cambiara su apellido de soltera por el mĂ­o. DespuĂ©s de todo, se iba a convertir en miesposa. AsĂ­ que, ¿por quĂ© no usar mi apellido y volverse parte de mĂ­? Ella se rehusĂł. QuerĂ­a conservar su apellido, al argumentar que el hecho de que una mujer se cambiara el apellido por el de su esposo era una práctica patriarcal. No me gustĂł, especialmente porque tenĂ­a el apellido de su padre, lo que yo argumentaba que contradecĂ­a su postura contra el patriarcado. Sin embargo, ella argumentaba: “Este es mi apellido y es parte de mi identidad”. ExhibĂ­ mi necedad e interpretĂ© su decisiĂłn como una evidencia de la falta de compromiso total hacia mĂ­. Bueno, ella brillantemente propuso que ambos cambiáramos nuestros apellidos por uno nuevo juntos para mostrar nuestro compromiso de uno hacia el otro.
La masculinidad tĂłxica cobra muchas formas. Todas las formas continĂşan lastimando y violando a las mujeres.
A pesar de lo caritativo, desafiante y razonable de la oferta, lo arruiné. Ese día aprendí algo sobre mí. No respeté su autonomía, su postura legal ni a ella como persona. Tan patético como pueda sonar, la vi como mi propiedad, que sería definida por mi apellido y acorde con mi postura legal. (Ella conservó su apellido). Aunque esto no fue un abuso sexual, mi insistencia fue una violación de su independencia. Yo había heredado una sutil, pero todavía violenta forma de masculinidad tóxica. Todavía se asoma a veces: cuando pienso que me debe agradecer por limpiar la casa, cocinar, sacrificar mi tiempo. Esas son expectativas profundas y preocupantes que están moldeadas por el privilegio, el poder masculino, así como la masculinidad tóxica.
Si tú que me lees eres mujer, te he fallado. A través de mi silencio y una misoginia colectiva sin cuestionamientos, te he fallado. He colaborado y continúo colaborando con perpetuar el sexismo. Conozco cómo no soltamos las formas de poder que te deshumanizan solamente para elevar nuestro sentido de masculinidad. Reconozco mi silencio como un acto de violencia. Por ello, me disculpo sinceramente.
Hablo como alguien que es parte del problema. SĂ© lo que muchos de nosotros pensamos sobre las mujeres —el lenguaje que usamos, el sentido de poder que cosechamos a travĂ©s de nuestras aventuras sexuales, nuestros piropos y amenazas, nuestras miradas que las cosifican sexualmente,nuestras imaginaciones pornográficas, nuestros gestos sexuales deshumanizantes y despreciables—, que no son simplemente bromas de vestidor, sino una exhibiciĂłn pĂşblica de bravuconerĂ­a sin control por la cual, a menudo, no sentimos vergĂĽenza.
Hemos escuchado numerosos recuentos de mujeres sobre cómo es vivir bajo el yugo de nuestra construcción egoísta de una masculinidad violenta, patética y problemática. Es momento de que dejemos de manipular psicológicamente su realidad.
Hasta aquĂ­, muchos de ustedes probablemente piensan: “Esto no aplica para mĂ­, soy inocente”.
Es cierto que muchos de nosotros, incluido yo, no hemos cometido actos viles de violaciĂłn o abuso sexual como de los que acusan a Harvey Weinstein. No hemos sido, como Charlie Rose, acusados de acoso sexual por decenas de mujeres que trabajaron con nosotros, y no hemos sido, como Bill Cosby, enviados a la cárcel por drogar y atacar sexualmente a una mujer, en este caso, Andrea Constand. A pesar de todo, sostengo que somos cĂłmplices colectivamente de una forma de pensar sexista y una masculinidad venenosa arraigada en la misma cultura masculina tĂłxica de la que esos hombres surgieron.
Emito un llamado contra todas nuestras afirmaciones de “inocencia” sexista. Llamo a nuestra “inocencia” por su nombre: tonterĂ­a. Como bell hooks [sic] escribe en The Will to Change: Men, Masculinity and Love, los hombres inconscientemente “se involucran en el pensamiento patriarcal, que condona la violaciĂłn incluso cuando ellos probablemente nunca la realicen. Es un tĂłpico patriarcal que la mayorĂ­a de las personas en nuestra sociedad quieren negar”. Cuando las mujeres alzan la voz sobre la violencia masculina, escribe hooks, “los chicos están ansiosos por hablar para aclarar el punto de que la mayorĂ­a de los hombres no son violentos. Ellos se niegan a reconocer que la mayor parte de niños y hombres han sido programados desde el nacimiento para creer que en algĂşn punto deben ser violentos, ya sea de manera psicolĂłgica o fĂ­sica, para probar que son hombres”. Lo hemos aprendido. En el lenguaje de Simone de Beauvoir, “No se nace” hombre, “se llega a serlo”.
Nos hemos escondido detrás del mito de que “asĂ­ son los hombres”, un mito que distorsiona nuestra brĂşjula moral, que impide nuestro desarrollo, madurez y respeto por nosotros mismos, y sofoca nuestra capacidad para amar y experimentar el genuino Ă©xtasis del eros. Audre Lorde escribe en Uses of the Erotic: The Erotic as Power (1978), “lo erĂłtico ha sido a menudo nombrado de la forma equivocada por los hombres y usado en contra de las mujeres”. La escritora agrega: “La pornografĂ­a es una negaciĂłn directa del poder de lo erĂłtico, porque representa la supresiĂłn del sentimiento verdadero”. Como hombres, no solo nos enseñan a negar nuestros sentimientos, tambiĂ©n nos enseñan que la vulnerabilidad sexual significa debilidad, no es propia de “los verdaderos hombres”.
Nosotros cubrimos esa vulnerabilidad con una máscara. La descripciĂłn de hooks me parece poderosa y veraz conforme a mi propia experiencia cuando era niño: “Aprender a portar una máscara”, como escribe hooks, “es la primera lecciĂłn en masculinidad patriarcal que aprende un niño. Él aprende que sus sentimientos más Ă­ntimos no pueden ser expresados si no se adaptan a los comportamientos aceptables que el sexismo define como masculinos. Cuando les solicitan renunciar a su ser verdadero para alcanzar el ideal patriarcal, los niños aprenden la autotraiciĂłn a temprana edad y son recompensados por estos actos de asesinato del alma”.
¿QuĂ© quiere decir hooks con “asesinato del alma”?
Cuando yo tenĂ­a alrededor de 15 años, le dije a uno de mis amigos: “¿Por quĂ© siempre debes ver el trasero de una niña?”. A lo que rápidamente respondiĂł: “¿Eres gay o algo asĂ­? ¿QuĂ© otra cosa deberĂ­a ver? ¿El trasero de un niño?”. Él ya portaba la máscara. Ya habĂ­a aprendido las lecciones de la masculinidad patriarcal. Yo me encontraba en una situaciĂłn incĂłmoda: podĂ­a cosificar sin ningĂşn cuestionamiento los traseros de las niñas o era una persona gay. No habĂ­a espacio para negociar que soy antisexista y antimisĂłgino, y aun asĂ­ un joven heterosexual. Otros hombres habĂ­an recompensado su mirada al unirse a la práctica cosificadora: “¡Mira ese trasero!”. Fue un acto colectivo de devaluaciĂłn. Los actos de asesinato del alma ya habĂ­an comenzado.
No obstante, yo tambiĂ©n participĂ© en actos de asesinato del alma. Desde la escuela primaria, los niños participaban en este “juego” de empujarse los unos a los otros hacia las niñas. La idea era lograr que tu amigo te empujara hacia la niña que te parecĂ­a atractiva para tocarla supuestamente por accidente. Yo era culpable: “¡ApĂşrate! EmpĂşjame hacia ella”. Él me empujĂł y el contacto fĂ­sico fue evidente. Ella se volteaba, molesta, y gritaba: “¡Dejen de hacer eso!”. ¿Juvenil? SĂ­. ¿Sexista y errĂłneo? SĂ­. Esta era nuestra educaciĂłn juvenil colectiva, esto es lo que para nosotros significaba ganar “credibilidad masculina” a expensas de las niñas.
Posteriormente, tambiĂ©n me hicieron creer que las niñas eran “blancos”, objetivos que debĂ­an ser perseguidos y convertidos en nuestra propiedad. Esa es la contradicciĂłn. Por ejemplo, cuando tenĂ­a unos 16 años, solĂ­a participar en un juego llamado “Atrapa a una chica, obtĂ©n una chica”; no habĂ­a un equivalente llamado “Atrapa a un chico, obtĂ©n un chico”. DespuĂ©s de todo, como hombres, nosotros le dimos un nombre al juego. Nosotros hacĂ­amos un conteo para darles una ventaja de inicio a las niñas. DespuĂ©s corrĂ­amos tras ellas. Si atrapabas a una chica, podĂ­as robarle un beso. Algunos de los niños intentaron toquetear a las niñas.
La lĂłgica que gobierna el juego, invisible tanto para niños como para niñas, era basada en creencias sexistas que relegan a las niñas a la posiciĂłn de presas. Esto es lo que la cultura masculina estadounidense nos enseñó desde temprana edad: las mujeres eran como “carne” y nosotros siempre debemos nutrir un apetito voraz. Este hecho por sĂ­ mismo deberĂ­a hacernos reflexionar sobre cĂłmo interpretamos el “consentimiento mutuo”. El juego fue orquestado alrededor de lo que el filĂłsofo Luce Irigaray llamarĂ­a una “economĂ­a fálica dominante”. Nosotros perseguimos; ellas corren. Nosotros Ă©ramos los perseguidores; ellas eran las perseguidas. Nuestro objetivo era “obtenerlas”. Nosotros contemplábamos a la presa y despuĂ©s atacábamos. Aunque las niñas jugaban, no era su culpa. Nosotros Ă©ramos los “ganadores”, los que poseĂ­an el territorio conquistado. Esa es parte del entrenamiento a temprana edad que recibĂ­ respecto a mi masculinidad tĂłxica.
En retrospectiva, quisiera poder hablar cara a cara con esa versión más joven de mi mismo y deshacer el asesinato del alma. Sin embargo, todavía puedo alcanzar la redención. Ese chico todavía está aprendiendo de mi versión de mayor edad. Tengo una enorme cantidad de amor que darle, un amor exigente que él aprendió para deshacer la toxicidad de la masculinidad.
Esto es lo que la cultura masculina estadounidense nos enseñó desde temprana edad: las mujeres eran como “carne” y nosotros siempre debemos nutrir un apetito voraz.
Esta es la razĂłn por la que Donald Trump Jr., el hijo del presidente estadounidense, respondiĂł de manera equivocada cuando le preguntaron por cuál de sus hijos está más preocupado y respondiĂł: “En este momento, dirĂ­a que por mis hijos”. Eso es pura ofuscaciĂłn, una sustituciĂłn de ficciĂłn por hechos, y una forma peligrosa de negacionismo de la realidad que algĂşn dĂ­a podrĂ­an enfrentar sus hijas. Con esa declaraciĂłn, les mintiĂł a sus hijas.
Trump Jr. deberĂ­a ajustar sus prioridades. En un mundo sexista dominado por los hombres, un mundo en el que su propio padre agarra los genitales de las mujeres y las besa sin su permiso, son nuestras hijas las que nos deberĂ­an preocupar como blancos de violencia sexual. Trump Jr. deberĂ­a preocuparse de no criar a sus hijos a imagen de su propio padre, sino a la imagen de aquellos hombres que estamos preparados para reconocer el asesinato de nuestra alma y nuestra masculinidad tĂłxica, asĂ­ como para hacer algo al respecto.
¿A quĂ© le tememos?
Todos vimos hace poco el espectáculo público de las audiencias de Brett Kavanaugh. Lo que está en juego trasciende, pero también la acusación hecha por Christine Blasey Ford de que Kavanaugh la atacó sexualmente cuando ambos estaban en el bachillerato durante la década de los ochenta. La historia de masculinidad tóxica y violenta debería haber sido suficiente para nosotros para darle todo el peso a la sensatez y credibilidad del testimonio de Ford. Pero no se lo dimos.
La cruel burla pĂşblica que Donald Trump hizo de Ford in Southaven, Misisipi, fue despreciable y debe ser vista como otra violaciĂłn a la personalidad de Ford. Y conforme la multitud se reĂ­a y aplaudĂ­a, incluidas las mujeres presentes, las palabras de Ford, su emotivo testimonio, fueron denunciados como los desvarĂ­os de alguien sin ningĂşn derecho a la veracidad de sus experiencias. Para agregar un insulto al daño, la defensa de Sarah Huckabee Sanders de que Trump solo estaba “citando los hechos” es una mentira descarada y un acto de crueldad, una negaciĂłn del dolor de Ford y del sufrimiento colectivo que experimentan las mujeres en general debido a los actos de violencia sexual.
Puedo imaginarme defendiĂ©ndome apasionadamente si estuviera en la posiciĂłn de Kavanaugh. Sin embargo, Kavanaugh reforzĂł —con descaro— el machismo y la agresividad de los hombres blancos, a tal grado que incluso si uno piensa que Ă©l es inocente de lo que Ford lo acusĂł, Ă©l exhibiĂł por completo la conducta de un hombre blanco enojado, con pocos deseos de cooperar y que está decidido imprudentemente a cobrar venganza contra aquellos que afirmaron que estaban dispuestos a ir contra Ă©l.
La historia de la violencia de los hombres contra las mujeres se identifica con el dolor y el sufrimiento de Ford. Las estadísticas sobre el abuso sexual son claras: una de cada cinco mujeres es violada en algún momento de su vida; el 90 por ciento de las víctimas son mujeres; en Estados Unidos, una de cada tres mujeres experimenta algún tipo de violencia sexual de contacto en su vida; alrededor de la mitad de las víctimas femeninas de violación denunciaron haber sido violadas por su pareja íntima y el 40 por ciento por un conocido; en ocho de cada diez casos de violación, la víctima conocía al responsable. No podemos seguir negando esta realidad por más tiempo.
Sé que si eres una mujer, en realidad no necesitas que yo, como hombre, te diga que no estás paranoica cuando se trata de violencia masculina de tipo sexual. No hablo por ti, sino contigo. Desde mi punto de vista, y desde el de muchos otros, Kavanaugh se falló a sí mismo y te falló. Y todos hemos desempeñado nuestro papel en ese fracaso. Ya no quiero fallarles a las mujeres.
Debido a que el mundo está observando, nosotros, como hombres, necesitamos unirnos al diálogo de maneras en las que hemos fracasado en el pasado. Necesitamos aceptar nuestra responsabilidad en el problema más amplio de la violencia de los hombres contra las mujeres. Necesitamos decir la verdad sobre nosotros mismos.
fuente nytimes.com

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