BOJAYÁ, Colombia — Entre los actos de violencia que han marcado a Colombia a lo largo de cinco décadas de conflicto armado, pocos han afectado tanto al país como la masacre que ocurrió en este municipio hace 14 años.
En medio del furor de la batalla entre guerrilleros de las Farc, el grupo guerrillero más grande del país, y paramilitares de derecha, un mortero rudimentario disparado por la guerrilla cayó en una iglesia en la que cientos de personas habían buscado refugio. La explosión acabó con la vida de por lo menos 79 personas, de las cuales más de la mitad eran niños, y dejó aproximadamente 100 heridos.
Ese ataque, ocurrido el 2 de mayo de 2002, junto con el largo y doloroso proceso de recuperación que ha sufrido Bojayá, estaban muy presentes en la mente de sus habitantes el pasado 2 de octubre, cuando salieron a votar el plebiscito sobre el acuerdo de paz firmado entre el gobierno y las Farc, el mismo grupo que bombardeó la iglesia.
Aunque el país rechazó el acuerdo, en Bojayá el 96 por ciento votó por el Sí, una de las tasas de aprobación más altas del país.
Se trata de una muestra de cuán profundo, casi desesperado, es el deseo de ponerle fin a la guerra.
“Estamos cansados de tanta violencia, de vivir rodeados de tanta incertidumbre”, dijo en una entrevista Rosa Mosquera, de 51 años, quien estaba en la iglesia durante el ataque de 2002, agachada con sus seis hijos para protegerse. El ataque con el mortero la dejó cubierta de fragmentos del dispositivo y dejó heridos a sus hijos. Todos lograron salir de ahí con vida, pero muchos de sus parientes y amigos no lo lograron.
“Para vivir en paz, es necesario desarmar tu corazón”, decretó. “Ahí guardas mucha amargura, mucho odio, y cuando tienes mucho odio en tu corazón, no puedes perdonar. Pero cuando vuelves a armar tu corazón, puedes salir adelante, puedes dar mucho amor”.

Aunque el rechazo del pacto nubló con incertidumbre el futuro del proceso de paz y dejó a los residentes de Bojayá abatidos y con temor, el anuncio del Premio Nobel de la Paz otorgado al presidente Juan Manuel Santos el viernes, por su esfuerzo para buscar una salida al conflicto, mejoró los ánimos en este poblado.
Santos visitó el municipio, donde asistió a una misa, y se comprometió a continuar sus esfuerzos para alcanzar la paz. También señaló que donará el dinero asociado al Premio Nobel, unos 930.000 dólares, a las víctimas del conflicto armado.
“Se ha esmerado muchísimo en lograr que este proceso siga adelante”, opinó Maxima Asprilla Palomecki, de 49 años, quien ha vivido toda su vida en Bojayá y sobrevivió el ataque de 2002. Según comentó, la esperanza de la comunidad es que el Premio Nobel “impulse el proceso”.
Bojayá, cuya población de 12.000 personas es en su mayoría afrocolombiana e indígena, se extiende sobre una amplia superficie de bosque tropical húmedo del departamento de Chocó, en la costa del Pacífico, la región más pobre de Colombia.
La mayoría de sus habitantes viven en asentamientos rústicos a lo largo de las lodosas aguas del río Atrato y varias de sus afluentes, y sobreviven gracias a la pesca, la agricultura de subsistencia y la extracción informal de madera. No cuentan con caminos. Para ir de un pueblo a otro, viajan en lancha y calculan el tiempo de viaje dependiendo del tamaño del motor fuera de borda. “Tres horas con un 15”, llegan a decir, “o dos con un 40”.
Este poblado tan aislado ha resultado particularmente atractivo para los grupos armados ilegales de Colombia, que durante años han intentado dominar las rutas de tráfico de armas y drogas de Chocó, que conectan el Océano Pacífico con el Caribe y el interior de Colombia con las costas.

El ataque de 2002 fue parte de esta lucha. En ese entonces, una de las armas preferidas de las Farc era un mortero artesanal que hacían a partir de un cilindro de gas. Era impreciso y mortal. Uno de estos morteros penetró el techo de la iglesia de Bellavista, la cabecera del municipio.
Tras el ataque, más de 4000 residentes de Bojayá, incluida toda la población de Bellavista, huyeron en busca de refugio a la capital departamental, Quibdó, y a otros lugares. Comenzaron a regresar después de muchos meses, y muchos de ellos todavía no lo hacen.
El ataque se convirtió no solo en un símbolo de las barbaridades que causa el conflicto con la guerrilla, sino que también evidenció la incapacidad de las autoridades colombianas para proteger a sus poblaciones rurales, que son las más vulnerables.
El gobierno hizo todo lo que pudo para reparar los daños. Saturó el área con fuerzas de seguridad y construyó una nueva capital municipal aproximadamente 800 metros río arriba de Bellavista. Reubicaron a toda la población del antiguo pueblo en el nuevo a partir de 2007. Aunque se reconstruyó la vieja iglesia y se conserva como memorial para las víctimas, casi todos los demás edificios del antiguo pueblo (escuelas, casas y el hospital) se dejaron a merced de la naturaleza.
El nuevo asentamiento, llamado Bellavista Nuevo, incluye edificios de gobierno y un espacio de oficinas para los servicios sociales, barracas para una unidad de la policía nacional y un batallón militar, un pequeño estadio, escuelas y cientos de casas de concreto dispuestas en vecindarios elevados sobre el nivel que alcanza el agua en las inundaciones. Es una enorme mejoría en comparación con las improvisadas construcciones de madera que por lo regular se encuentran en los poblados a orillas del río en áreas propensas a inundaciones.
Sin embargo, con todo y la infusión de dinero, la reubicación y el paso del tiempo, la trágica historia del pueblo es una enorme carga que los pobladores todavía llevan a cuestas. Los residentes afirman que todavía luchan con el trauma del ataque: la muerte de parientes, la separación de familias que aún no se reencuentran, la presencia de la guerrilla y las pandillas delincuentes que todavía operan en la zona, así como el temor de que en cualquier momento pueda ocurrir otra tragedia.
Según cuentan los residentes, debido a los problemas de seguridad, muchos no han vuelto a cultivar tierras que antes dedicaban a la agricultura de subsistencia, o prefieren no visitar zonas más alejadas para pescar. La población sufre altas tasas de desempleo, desnutrición y pobreza.
Para muchos, el referendo sobre el acuerdo de paz era la promesa de una patria sin guerra y la posibilidad de que por fin se desvaneciera el persistente trauma del ataque de 2002.
Aunque los críticos del acuerdo, en particular el expresidente Álvaro Uribe, lo desmenuzaron con precisión, los residentes de Bojayá aplicaron muy poco de ese rigor analítico (o, más bien, partidismo político) al asunto.

Pocos conocían los detalles del acuerdo o siquiera lo habían leído, de acuerdo con los líderes de la comunidad. Para la mayoría, se reducía a una sencilla consigna: votar “sí” era poner fin a la guerra.
“A nosotros no nos importa si las guerrillas van a la cárcel o no”, subrayó Asprilla. “Lo que nos interesa es poder vivir en paz”.
“Con su voto, querían decir: ‘ya basta’”, declaró el sacerdote de la parroquia de Villanueva, Álvaro Hernán Mosquera Asprilla. “El voto era su oportunidad para cerrar la puerta al dolor y abrir la puerta a la esperanza”.
Las FARC intentaron ganarse a los residentes de Bojayá en diciembre, cuando varios de sus comandantes volaron al pueblo original de Bellavista en un helicóptero y se disculparon con la comunidad en una ceremonia celebrada fuera de la iglesia. Hace dos semanas, antes del referendo, los comandantes de las FARC regresaron para entregar a la comunidad un crucifijo de madera de casi dos metros de alto hecho en La Habana.
Si bien los residentes agradecieron estos gestos, varios explicaron en entrevista la semana pasada que, para deshacerse de la carga emocional de la guerra, debieron perdonar no solo a las FARC sino a los demás actores del conflicto, en especial al gobierno.

Muchos consideran que el gobierno los abandonó por muchos años y los dejó en una posición vulnerable frente a las guerrillas y los paramilitares.
Los habitantes afirman que advirtieron a las autoridades locales en los días previos al ataque que el combate era inminente, pero no escucharon sus solicitudes de protección.
“Si juzgas a las Farc, también debes juzgar al gobierno”, reflexionó Asprilla. “Son responsables. ¡Les avisamos y no hicieron nada!”
Para muchos residentes, el acuerdo de paz también prometía marcar el fin del abandono de la región por parte del Estado y dar paso a más desarrollo, más empleos y más oportunidades.
Ahora que el proceso de paz quedó en pausa, la población teme que se desplome el cese al fuego bilateral y regrese la violencia.
Los líderes de la comunidad urgieron a Uribe y a otros opositores del acuerdo a que sigan el ejemplo de Bojayá y acepten las condiciones del acuerdo de paz sin más exigencias y sin tardanza.
“Hemos mostrado al mundo que podemos perdonar”, enfatizó Asprilla. “Lo que queremos es vivir”.
fuente:http://www.nytimes.com/