JÉRÉMIE, Haití — Las cosas estaban mejorando en Jérémie, una ciudad olvidada en la punta de la península del sur de Haití. Hace poco había conseguido su primera conexión decente con el resto del país, una nueva autopista por las montañas que abrió camino al progreso.
El servicio de telefonía celular por fin había llegado. Agricultores y empresas empezaban a florecer. La ciudad se encaminaba hacia el siglo XXI y soñaba con una industria agrícola avanzada y con turismo, gracias a una de las pocas reservas naturales de Haití.
Ahora, el huracán Matthew los ha regresado en el tiempo.
Sus bosques quedaron destrozados y ahora son solo un pantano de agua salada. Los caminos se encuentran bloqueados por los escombros, los árboles se convirtieron en yesca, los hogares se redujeron a montones de piedras y esquirlas de hojalata se desprendieron de los techos.
Los ambiciosos planes económicos de Jérémie fueron aniquilados.
“En lugar de seguir progresando, tenemos que volver a empezar”, declaró Marie Roselore Auborg, ministra de Comercio e Industria en el departamento de Grand Anse, del cual Jérémie es capital. “Esta tormenta se ha llevado todas las posibilidades que teníamos de crecer y reactivar nuestra economía”.
El daño que ha dejado el huracán Matthew en Haití es difícil de medir: los muertos y heridos, el número de personas que sigue sin poder regresar a su hogar, los casos de cólera que se presentaron esta semana. Vientos de más de 230 kilómetros por hora azotaron el país y lo llevaron a un estado de desastre que resulta trágicamente familiar.
Pero la historia reciente de Jérémie, aislada y subdesarrollada durante décadas, había sido relativamente buena: se abrieron nuevos hoteles y se desarrollaron cafetales resistentes. No obstante, como ha ocurrido a menudo en el pasado, cada vez que Haití trata de levantarse, algo siempre parece derribar al país de nuevo, incluidas, y quizá especialmente, las fuerzas de la naturaleza.
“En 2010, antes del terremoto, alcanzamos una taza de crecimiento del 5,7 por ciento”, explicó Jude Célestin, candidato presidencial, quien recorrió la zona devastada la tarde del domingo. “Pasó lo mismo en Jérémie. Estaba progresando. Algunas personas de Puerto Príncipe estaban invirtiendo allí”.
Ahora el agua fétida se acumula en el único acceso al pueblo y prácticamente todo sobre las laderas que golpeó el viento había sido destruido: árboles, casas, torres para celulares. El domingo, algunos helicópteros y convoyes de vehículos bajaron a la ciudad, la cual se ahogó en tráfico después de que se reabrió la autopista, que había estado bloqueada durante casi una semana.

La recuperación de los cuerpos se ha convertido en un cruel pasatiempo. El conteo total oficial en Grand Anse llegó a 191 el domingo, pero los residentes estiman que el número es de casi 450, y la sombría tarea de llevar la cuenta de las muertes recién comenzó.
El cólera quizá sea una de las peores consecuencias del huracán. Según el Banco Mundial, de todos los departamentos en Haití, Grand Anse tiene el peor acceso a agua dulce y a instalaciones sanitarias modernas. El olor a heces y agua de lluvia estancada impregna las calles, fórmula para una crisis prolongada.
No obstante, por el momento, los residentes están más ocupados en conseguir un sitio para refugiarse.
Gary Guerrier, maestro de escuela de 36 años, vio cómo la tormenta arrancaba el techo de metal de su casa y dejaba a su pequeña hija de una semana, a su esposa y a él expuestos al huracán. Después de que los vientos lo hicieron retroceder en dos ocasiones, finalmente envolvió a la bebé en un montón de sábanas para protegerla durante la travesía a la casa del vecino.
“Sigo en shock”, afirmó Guerrier. “Tenemos suerte de no haber perdido a nadie. Aunque, en cuanto a lo material, no me queda nada”.
A las casas en Beaumont, un pueblo en los alrededores de Jérémie, les fue aún peor. Construidas de piedra blanca y tierra roja, no aguantaron los vientos y la fuerte lluvia, y después de la tormenta muy pocas quedaron en pie entre los cafetales y naranjos destrozados.
Los residentes de las zonas más alejadas en las montañas seguían buscando a sus familiares, mientras aquellos en las regiones más bajas ya habían sepultado a sus seres queridos.
“Encontramos a mi padre en su casa con varios huesos rotos”, relató Desir Luckner, de 49 años, al tiempo que señalaba lo que quedaba de la casa: un cimiento de concreto con una viga de madera todavía en pie. “Lo llevamos colina abajo para buscar ayuda, pero murió en el camino”.
fuente:http://www.nytimes.com/