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La paciencia es una virtud (sexual)



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Mi madre siempre me educó de maneras astutas, un privilegio que no todos los niños tenían.
De niño coleccionaba los libros de historietas de Snoopy. TenĂ­a una buena colecciĂłn, asĂ­ que los empaquĂ© para llevarlos cuando iba a comenzar la universidad. Para mi mamá hubiese sido fácil decirme que no llevara esa colecciĂłn ñoña de libros. Sin embargo, tomĂł una ruta más sensible y constructiva, y me dijo que esperara hasta el segundo semestre. “Si los llevas de inmediato, la gente creerá que eres raro. Pero si esperas a tener amigos, la gente lo aceptará como algo raro que su amigo hace”, me dijo.
ResultĂł que estaba en lo cierto. No querĂ­a que fuera rechazado, pero tampoco querĂ­a que tuviera miedo de ser excĂ©ntrico. Cuando mi mamá era niña tambiĂ©n le gustaban los libros, y sabĂ­a que ser diferente tiene sus desventajas; pero ser asĂ­ tenĂ­a otros aspectos positivos que, de hecho, hacĂ­an que la vida valiera la pena para nosotros, los raros. Siempre fue buena en enseñarme cĂłmo tener un equilibrio.Sin embargo, recuerdo otra ocasiĂłn en que la comodidad que mi madre sentĂ­a respecto de lo peculiar tomĂł un giro distinto. Una tarde, cuando tenĂ­a 13 años, nos estacionamos en la entrada de mi casa a las 12:29 p. m. En ese entonces (y todavĂ­a), a mĂ­ me fascinaban los programas viejos de televisiĂłn, y ese dĂ­a habĂ­a una repeticiĂłn de Yo amo a Lucy a las 12:30. Esto era antes de las videograbadoras, asĂ­ que tenĂ­as que ver los programas cuando los pasaban o te los perdĂ­as para siempre.
Mi mamá se tomĂł su tiempo para atravesar la puerta de la entrada, asĂ­ que la empujĂ© un poco para pasar y ver los crĂ©ditos de inicio, que segĂşn yo tenĂ­an algo mĂ­stico por motivos que no puedo recordar. EncendĂ­ el televisor y me quedĂ© viendo los nombres de Lucille Ball y Desi Arnaz, que estaban escritos en un corazoncito, cuando mi mamá entrĂł de repente y —¡bum!— apagĂł la tele y me señalĂł una silla.
“¿Sabes quĂ© va a pasarte si no aprendes a ser más paciente?”, me preguntĂł.
“¿QuĂ©?”, respondĂ­.
“Tendrás eyaculaciones precoces cuando crezcas. ¿Sabes quĂ© es eso?”.
“No”.
“Tendrás sexo con tu esposa y siempre acabarás demasiado rápido. La gente se divorcia por eso, ¿sabĂ­as? ¡PiĂ©nsalo!”.
Se dio la vuelta y saliĂł de la sala, pero unos segundos despuĂ©s regresĂł para agregar: “¿Y además sabes quĂ©? ¡Tus orgasmos no serán potentes!”.
Sí, eso es exactamente lo que dijo, y por extraña que parezca esa escena, a pesar de lo excéntrica, era una manera bastante brillante de hacer que entendiera las virtudes de la paciencia. Presentarlo como una lección escolar habría sido menos efectivo, demasiado abstracto. El miedo a las incapacidades espantosas del futuro, y la idea de que la impaciencia podría relacionarse con una suerte de torpeza general, o incluso la imposibilidad de detenerte a oler las rosas, hizo que reflexionara respecto de la paciencia de una manera real ese día y también después.
La lecciĂłn que aprendĂ­ despuĂ©s de ese encuentro, más allá de las visiones incipientes de ese asunto tan importante, fue que a mi mamá se le debĂ­a reconocer por haber expresado, a pesar de su extrañeza, lo que estaba en su mente. Decir “sĂ© paciente” habrĂ­a sido algo ordinario. “La impaciencia podrĂ­a afectar tu desempeño en la cama cuando seas adulto” no era ordinario, pero lo dijo y, en realidad, la lecciĂłn fue Ăştil.
Fue ese dĂ­a cuando me dije que comenzarĂ­a a confiar en mi instinto a la hora de opinar. Me parecĂ­a que, si eso le funcionaba a mi mamá, tambiĂ©n podrĂ­a funcionarme a mĂ­. Además parecĂ­a mucho más satisfactorio que ir por ahĂ­ conteniĂ©ndose. El resultado ha sido la reputaciĂłn que tengo en algunos lugares de llevar siempre la contraria. Al parecer la gente cree que formulo opiniones a propĂłsito para hacerlos enojar, o que por algĂşn motivo disfruto de que la gente estĂ© enojada conmigo.
Eso puede ser cierto de algunos que siempre llevan la contraria, pero para mĂ­ es un asunto de expresar lo que de verdad siento; primero, porque serĂ­a deshonesto no hacerlo y, segundo, porque expresar algo que la gente no esperaba puede tener tantas ventajas como desventajas.
Por eso he escrito que en Estados Unidos la Ăłpera debe montarse en inglĂ©s tanto como sea posible, a pesar de que el italiano tiene bonitas vocales. TambiĂ©n he escrito que cuando se presentan las obras de Shakespeare deben tener un vocabulario ajustado a los equivalentes modernos cuando el significado más antiguo no es comprensible para nadie más que los acadĂ©micos (por ejemplo, para Shakespeare “generoso” significaba “noble”). Ambas opiniones provocan con regularidad protestas que me llegan a travĂ©s de correos electrĂłnicos, donde me dicen que no tengo por quĂ© ser profesor, etcĂ©tera. Pero sĂ© que si mi mamá se hubiera sentido como yo lo hago, ninguno de esos insultos la habrĂ­an detenido. Y, mientras tanto, su opiniĂłn habrĂ­a hecho que algunas personas realmente se pusieran a pensar.
TambiĂ©n creo que terminar la guerra contra las drogas curarĂ­a en gran parte la divisiĂłn racial en Estados Unidos. La guerra contra las drogas destruye barrios negros y es la razĂłn principal por la que hay una relaciĂłn tĂłxica entre la policĂ­a y los afroamericanos. Entiendo que la mayorĂ­a prefiere escuchar que las personas negras tienen que comenzar a enfatizar los valores familiares, o que las personas blancas necesitan examinar sus privilegios. No estoy seguro de que alguna de esas perspectivas sea tan Ăştil como para hacer que la policĂ­a ya no tengas tantos motivos para entrar a los vecindarios negros, lo cual se lograrĂ­a si terminamos con la guerra contra las drogas.Muchos creen tambiĂ©n que estoy loco, pero mi mamá me enseñó a aceptar mi locura. Dentro de lo razonable, desde luego. Pero en mi mente, mi supuesta esencia de llevar siempre la contraria —que tambiĂ©n me trae problemas en el trabajo que hago en la lingĂĽĂ­stica acadĂ©mica— comenzĂł con lo que sentĂ­ aquella tarde mientras mi madre salĂ­a de la sala.
El lector quizá tenga dos preguntas.
La respuesta a la primera es que el matrimonio de mis padres no durĂł. Sin embargo, las razones no tienen que ver con lo que podrĂ­amos llamar solidez.
La respuesta a la segunda pregunta es que sĂ­, tengo mis defectos, pero crecĂ­ para ser un hombre perfectamente paciente.

fuente:nytimes.com

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